En una ocasión, antes de dar inicio a mi sección diaria
‘Semillas para el espíritu’, del
programa ‘Muy buenos días’, me dijo
Mario el presentador: Jaime, hay
una niña discapacitada que vive con su tía en un tugurio, en condiciones infrahumanas, y necesita una
silla de ruedas’.
Ese día conté el caso de esta niña y hablé de la importancia
del servicio amoroso y de dar sin
esperar retribución. Recuerdo haber dicho
enfáticamente que aquellas cosas inutilizadas tras seis meses ya no
son propias y, por lo tanto, deben darse
a alguien que las necesite. Expliqué con claridad que los cuartos de trikes
donde se guardan cobijas, herramientas, cuadros, bicicletas, coches de niños,
juguetes, etc., etc.., no deberían
existir.
Al final de mi sección llamaron alrededor de 100 personas,
99 de las cuales dijeron que también
necesitaban silla de ruedas, y sólo una
señora ofreció una silla que podían pasar a recoger. Le dije que sería
una buena idea que ella fuera con la silla al estudio de televisión para que juntos se la
entregáramos a la niña, que vivía en el
barrio Simón Bolívar.
La señora me respondió que confiaba en mí, que no había problema en que recogieran la
silla, y yo le comenté que no era
cuestión de confianza sino de sentir la satisfacción de entregarla personalmente: ‘Yo quiero que
usted me acompañe y experimente el
placer tan grande que es dar y la felicidad que se siente al servir. Usted no tiene ni la menor idea de lo rico
que es ”experimentarlo”. Le expliqué
entonces que una cosa es conocer a fondo
una manzana, su textura, su color y su forma, y otra meterle un
buen mordisco y experimentar su sabor.
Después de esto, ella accedió y nos fuimos al cerro del
Ahorcado, en Ciudad Bolívar, al que
algunas veces la gente sube para colgarse de un
árbol debido a la desesperación. El alcantarillado iba por fuera y rodaba por un canal enclavado en la
pendiente. Al sentir el frío y la podredumbre del ambiente la señora quiso
devolverse, pero finalmente llegamos al
cuarto oscuro y denso donde se encontraba aquella criatura de doce años.
Según nos contaron, los senos incipientes de la niña estaban
totalmente estropeados por los callos y las llagas, pues llevaba gran parte de
su vida arrastrándose por el piso como
una culebra. Al levantarla de la cama
sentí un olor peor que el de las alcantarillas. Entonces la sentamos en la silla de ruedas y fuimos a dar
una vuelta. En cuanto la niña salió a la
luz del sol y vio la montaña empezó a dar unas
risotadas exageradas. Por un momento creí que era retrasada mental, pero lo que sucedía realmente era que nunca
había salido a dar un paseo y en pleno
año 2009 no había visto un camión.
Continuamos nuestro paseo
hasta llegar a una esquina donde nos dijeron que preparaban un
asado muy rico y decidimos probar. Mientras comíamos, la señora lloraba y lloraba. Le pregunté entonces por qué lloraba
tanto y me respondió:‘Jaime, usted no tiene la menor idea del motivo por el que
estoy llorando’. Le dije que, en efecto,
ella debía sentirse feliz al hacer tan
buena obra por aquella niña.
Entonces me miró y me dijo con la voz entrecortada: ‘Lloro
Jaime, porque tuve esta silla de ruedas
en el garaje de mi casa por más de ocho años. Lloro de pensar que esta niña se
arrastró como una culebra durante todos
estos años, mientras esa silla se oxidaba y dañaba por falta de uso. Ella nunca pudo dar un paseo
como el que está dando ahora, lloro por las oportunidades que tuve para ayudar
a otros y por no haber hecho nada’.
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